No le gustaban las ovejas, así que comenzó a contar luciérnagas para quedarse dormido. Pero pronto la habitación se llenó de luz y fue imposible conciliar el sueño.
Eran las siete de la mañana. Me acarició como nunca antes lo había hecho, con esa suavidad que sólo da un amanecer. Me dejé rozar la cara por sus dulces rayos, deseosos de envolverme. La luz del sol y yo, volvíamos a despertarnos juntos.